Quizá pocos de ustedes lo conocieron. Quizá yo mismo no lo conocí a fondo. En absoluto honor a la verdad, no fue mi mejor amigo. Pero sí mi amigo. Conocí a Pepe en los últimos meses de su vida. Padecía una enfermedad que le provocó parálisis en la mitad derecha de su cuerpo y problemas de lenguaje. Ni siquiera podía emitir monosílabos. Pero transmitía algo con su mirada. Un deseo inconmesurable de que eso no estuviera ocurriendo.
Lo conocí en mi carácter de cristiano y de cristiano que enseña. Si algo detesto es esa estrategia de ir con la religión en momentos de necesidad. Es como atacar a un contendiente con la guardia baja. “Arrepiéntete para que vayas al cielo” se suele escuchar en los hospitales, en las camas de enfermos agónicos. Me da náuseas esa estrategia de proselitismo. No lo iba a hacer con Pepe quien de entrada me expresó que no tenía muy claro eso de la fe.
Le enseñé algunas verdades que yo había aprendido. Que alguien es justificado cuando cree. Que se salva cuando cree que Jesús está vivo. Que esa creencia debe estar acompañada por aceptar señorío del Maestro en nuestra vida. Afirmé que no necesitaba ningún rito externo ni demostrar nada a ninguna persona. Sólo Dios y él iban a ser testigos de esa declaración de fe. Escandalicé, como me pasa casi sin quererlo, a algunos hermanos acostumbrados al ritualismo religioso. Pero un día, con una mirada profunda que Pepe tenía esos días, le volví a preguntar qué había decidido. Como pudo, con gestos, con algunos monosílabos, con movimientos de cabeza me comunicó: había creído. Era mi hermano. ¡Cuánto quisiera repetirle una vez más que él también me había enseñado un montón de cosas! Decirle que esa enfermedad suya y, hoy, ese ir a dormir me ha sacudido como pocas cosas…
Quizá al final Pepe estaba cansado de su prolongada y dolorosa enfermedad. No lo sé. Este año no lo pude ver. Y ya no lo veré en este plano de la realidad. Lo veré un día, de eso estoy seguro y creo que él también. Me conmueve pensar en su mamá, en su maravillosa mamá. Quizá me recuerde mucho a la mía. Si el amor necesita verse y sentirse, en su mamá, Socorrito, el amor ocurría con una espontaneidad abrumadora. Todos los días que fuimos nos ofrecía algo para cenar. No renegaba. No se quejaba. Sólo se sostuvo de su creencia en Dios y aplicó el amor en su hijo.
Podría ahora ponerme a hablar de la teología cristiana, de la “sanísima” doctrina. Aventarme un discurso sobre la esperanza y la resignación. O también podría preguntar al Dios en el que creo: ¿por qué? Pero haré lo único que siento hacer: ir a abrazar a mis hermanos que ahora mismo, frente al féretro de su hermano, de su hijo, de su padre, lloran. Al final de cuentas, creo que lo mismo haría el Maestro… ese Maestro en el que al final creyó Pepe.
De otra cosa estoy seguro: ahora mismo, Pepe descansa en paz.
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