Siempre me ha parecido contradictorio la expresión «guerra sucia» porque supone que existe una «guerra limpia», cosa que simple y llanamente no existe. La guerra es sucia o no es. Pero, venga, coincidamos que cuando en una contienda electoral se utiliza la expresión «guerra sucia» quiere decir que se utilizan recursos ilegales o de dudosa moral para atacar a un rival.
En México, hasta antes de la elección de 2018, el personaje que más guerra sucia enfrentó fue Andrés Manuel López Obrador. «Peligro para México», por ejemplo, fue una campaña que en una de esas quitó los votos necesarios para que ganara en 2006. Empresarios y gobierno, sin pudor, se dieron a la tarea de lanzarle lodo y más lodo.
Pero llegó 2018. Por razones que yo no comprendo muy bien, el actual gobierno se ha enfocado en atacar a Ricardo Anaya como no se había visto desde el 2006. El tercer lugar ataca al segundo y con eso todos, menos el primer lugar, pierden. Un día sabremos qué había detrás de ese ataque sin cuartel que ha instalado en más de uno la idea de Anaya como corrupto. Le robaron la bandera de la honradez y se la dejaron, en solitario, a AMLO.
Digo esto porque la reacción indignada que veo por las llamadas anti AMLO no es la misma ante Anaya: ambas cosas son igual de cochinas, sucias, ilegales (y me parece que ineficientes ya a veinte días de la elección). En esto, por supuesto, hay un doble rasero: la guerra sucia contra mi candidato es condenable pero si la aplican a mi rival es válida.
No me asusto. Parece que está en la naturaleza humana. La neutralidad, quizá, es una fantasía positivista, ya trasnochada. Pero sólo quiero apuntar lo obvio: si se lleva, se aguanta. Si valida las barbaridades de su ídolo pero condena las de su rival, luego no diga que con la vara que mide será medido.
Luego no se queje.
Luis F. Venegas 